Desde que inició esta pandemia pensamos que sería una cuestión de semanas; siempre pensamos que ausentarnos de las aulas y escuelas sería una cuestión de algunas semanas o, cuando mucho, un par de meses.
Sin embargo, ya tenemos 9 meses y la mayoría de nosotros hemos transitado de la sorpresa a la frustración; de la negación a la experimentación; de la depresión a la incertidumbre.
Quizá no hemos reconocido el extraordinario papel que nuestra juventud y niñez ha asumido. Ellos se han quedado en casa y no hemos reparado en todas las afectaciones que esta cuarentena les ha propinado y, si a eso le agregamos que las diferencias sociales han puesto en desventaja mayor a un gran sector de la sociedad.
Un hecho es evidente: la escuela no puede volver a ser la misma; de una u otra forma se ha transformado y con ella nuestro papel como alumnos, profesores e incluso el papel de los padres de familia.
La escuela, sobre todo la de nivel básico, ha entendido que su papel es más formativo que acumulativo de conocimientos. Las tecnologías nos han puesto a disposición todo el saber, la información, cultura que la humanidad ha desarrollado a lo largo de su historia. La escuela debe dedicarse a enseñar procesos de pensamiento, a desarrollar habilidades de indagación, a crear escenarios de aprendizaje donde la colaboración, la escucha, el respeto mutuo, la flexibilidad cognitiva es más importante que saber qué celebramos cada 16 de septiembre (por ejemplo). Cuando un niño lee correctamente, expresa adecuadamente sus ideas, puede resolver elementos matemáticos básicos tiene los elementos más importantes para aprender lo que sea; cuando un niño aprende a cuestionar, cuando se auto regula, cuando reconoce sus emociones es capaz de aprender cuanto le llame la atención.
Pero, lo más importante que muchos hemos reconocido, es la función fundamental de la escuela en el desarrollo de procesos sociales. Esta parte nos permite funcionar como sociedad, nos enfrentamos desde pequeños al “otro” más allá de la familia, reconocemos la diversidad y la atesoramos.
Creo, desde mi perspectiva, que es lo primero que debemos pensar sobre la escuela; no puede ser la misma que dejamos el 16 de marzo. Esto implicaría diferencias en su organización, en sus políticas, en su estructura jerárquica. Si pretendemos una escuela diferente con el mismo escenario organizativo fracasaremos rotundamente y, que quede claro, que será un proceso donde todos debemos participar: autoridades, maestros y padres de familia.
En el nivel medio superior y superior las cosas también tiene sus similitudes con la educación básica; nuestros alumnos se quejan de manera airada de las tareas, de la mecánica que los profesores hemos impreso a esta nueva modalidad y, creo, que tienen razón en algunas cuestiones.
Nuestros profesores de nivel licenciatura no han sido preparados, en su mayoría, para serlo. Los y las profesoras universitarias enseñamos desde un nivel de intuición que en realidad se hunde en la forma en que fuimos enseñados.
A nuestros alumnos universitarios les cuesta mucho imprimir un ritmo más autónomo porque aprendieron en un sistema donde se privilegian los contenidos y no los procesos cognitivos.
En fin, la pregunta apunta a obtener respuestas muy diversas: ¿ahora qué hacemos? Porque de algo si estoy enteramente seguro: no podemos actuar como si nada hubiese ocurrido, la escuela, las instituciones educativas y la universidad debe empezar a transformarse.
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